viernes, 10 de febrero de 2012

Nada había cambiado

El hombre estaba sentado en el medio de una habitación vacía. Sus párpados caían pesadamente y no conseguía mover su cuerpo inerte. La paranoia, el miedo, los temblores. Todos estos sentimientos irracionales lo habían forzado a encerrarse en una pequeña habitación sin luz.
Había llevado alimento y bebida, pues se negaba rotundamente a salir. Los maníes y el vino le duraron doce días a razón de un maní y un sorbo de vino por día.
Era el día trece, su estómago protestaba hambriento y él pretendía escuchar. Los segundos pasaban lentamente y él asesinaba sus terribles pensamientos y ahogaba sus sollozos. No deseaba seguir existiendo, pero la oscuridad había agitado su coraje. No era capaz de escapar de ese círculo vicioso llamado vida.
Las palabras asomaban tímidamente en su vacío y le decían que saliera, pero el hombre temía. El miedo lo frenaba.
Lentamente y con esfuerzo consiguió levantarse y mirarse en el espejo, apenas iluminado por el único rayo de luz que atravesaba la persiana. Su aspecto era tan deplorable que rompió a llorar.
Y de la nada fue recordando todas sus tardes en el exterior, preguntándose si alguien lo extrañaría, si algo habría cambiado por su ausencia. Y de repente, las fuerzas que había conseguido para levantarse se desvanecieron y lo dejaron tumbado, en el suelo, inconsciente.
En el exterior había comenzado a llover, pero nada había cambiado. 

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